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sábado, 14 de junio de 2008

una linda nota de Alberto Rojo

¿De qué color es la Bandera? Leo e n varios sitios que hay controversia (argentinos somos) sobre el verdadero tono de las franjas. Para algunos es celeste, para otros, de un azul profundo que parecería atestiguado en la primera bandera de Belgrano, preservada en algún lugar de Bolivia.
La evidencia poética en la hermosa canción de la ópera Aurora habla del azul del cielo y del azul del mar. Pero ¿de qué color es el mar? La respuesta es parte de otra controversia con otros personajes, ambos premios Nobel, el hindú Chandra Raman y el inglés lord Rayleigh.
Rayleigh fue el primero en dilucidar la razón física del azul del cielo. Su explicación, de fines del siglo XIX, parte de un hecho que en ese entonces no era universalmente aceptado: la materia está hecha de átomos. El espacio, el ámbito que nos rodea, el aire mismo, no es una sustancia densa y continua sino que está prácticamente vacío, salvo por unas entidades microscópicas (átomos y moléculas) sobre cuya existencia no había evidencia directa en esos tiempos.
Para él, la luz del sol pone en vibración las moléculas de aire y éstas, al vibrar, reemiten luz en todas direcciones: el hecho mismo de que veamos el cielo es una evidencia de la teoría atómica. En una atmósfera continua, sin la granularidad microscópica de los átomos, el cielo del día sería oscuro, con un disco brillante, el Sol; no habría atardeceres ni amaneceres, la noche empezaría al ponerse el último rayo. ¿Por qué azul? Por la manera en que las moléculas reemiten la luz. La luz consiste en vibraciones similares a las vibraciones sonoras.
En la analogía sonora, la luz blanca del sol corresponde al sonido simultáneo de varias notas de un piano, digamos de un do a un la de la misma octava. La luz blanca es un acorde de luz en la que se superponen una infinidad de frecuencias que van de la “nota” más grave (el rojo) a la más aguda (el violeta). Las frecuencias más altas tienen más energía y se reemiten con más facilidad. Por eso el cielo es azul. Las frecuencias más bajas siguen de largo.
Por eso, en los atardeceres y amaneceres, cuando la luz del sol pasó por un espeso filtro de atmósfera que lo despojó del azul vemos el sol rojizo: la nota baja, el rojo, llegó más lejos. El azul del cielo tiene entonces una explicación sencilla. El azul del mar es otra historia.
En 1910, Rayleigh atribuyó el azul del mar a la simple reflexión en el agua del azul del cielo. Casi doce años después, Raman, mientras contemplaba la opalescencia azul del Mediterráneo en un viaje de verano, se atrevió a cuestionarlo. Para él, el azul del mar se debía a propiedades intrínsecas del agua, a la manera en que sus moléculas absorbían la luz del sol. Cuando arribó a Calcuta experimentó con la idea y llegó a resultados por los que luego recibió el Premio Nobel. Pero la razón del azul del mar no se puede comprimir en una sola explicación. Un ejemplo más de que las preguntas del mundo no son para un examen de multiple choice. Según las circunstancias, el viento, la nubosidad, la profundidad del mar, y el ángulo desde que se lo mire, el color del mar puede ser distinto.
El agua absorbe las frecuencias bajas (rojo, naranja) y deja pasar las azules. Cuando es suficientemente ancha (o profunda), el agua es azul, como un trozo de vidrio azulado. Y cuanto más ancha sea más notable es el color. Una gota de agua es transparente; una bañera llena de agua es de un azul tenue. Pero visto desde arriba, desde el avión, por ejemplo, el color del agua es una combinación de su absorción intrínseca y de la reflexión del color del cielo. Y el color del mar en el horizonte es un reflejo del cielo. El mismo azul, con dos causas distintas; Raman y Rayleigh tenían razón. Y a esto se suma el efecto de las sustancias disueltas, algas, limo, y cosas que hacen que el Río de la Plata sea “color de león” y que el Danubio nunca haya sido azul.
Los colores son un maquillaje cambiante de la naturaleza y a veces no tiene sentido hablar del color de algo, ya que depende de cómo esté iluminado o cómo se lo mire.
En un soneto magistral, Argensola se refiere al maquillaje, a la “beldad de su mentira, que en vano a competir con ella aspira, belleza igual en rostro verdadero”. Y qué importa el engaño de esa cosmética, “si nos engaña igual Naturaleza”.
El remate es conocido, por el epígrafe del tango: “Porque ese cielo azul que todos vemos no es cielo ni es azul, y no es menos grande por no ser verdad tanta belleza”.

domingo, 27 de abril de 2008

La naturaleza no es muda

Esta vez, les dejo completa una nota: este hermoso texto de Eduardo Galeano, que publicó hoy el diario Página/12.

El mundo pinta naturalezas muertas, sucumben los bosques naturales, se derriten los polos, el aire se hace irrespirable y el agua intomable, se plastifican las flores y la comida, y el cielo y la tierra se vuelven locos de remate.

Y mientras todo esto ocurre, un país latinoamericano, Ecuador, está discutiendo una nueva Constitución. Y en esa Constitución se abre la posibilidad de reconocer, por primera vez en la historia universal, los derechos de la naturaleza.

La naturaleza tiene mucho que decir, y ya va siendo hora de que nosotros, sus hijos, no sigamos haciéndonos los sordos. Y quizás hasta Dios escuche la llamada que suena desde este país andino, y agregue el undécimo mandamiento que se le había olvidado en las instrucciones que nos dio desde el monte Sinaí: “Amarás a la naturaleza, de la que formas parte”.

Un objeto que quiere ser sujeto

Durante miles de años, casi toda la gente tuvo el derecho de no tener derechos.

En los hechos, no son pocos los que siguen sin derechos, pero al menos se reconoce, ahora, el derecho de tenerlos; y eso es bastante más que un gesto de caridad de los amos del mundo para consuelo de sus siervos.

¿Y la naturaleza? En cierto modo, se podría decir, los derechos humanos abarcan a la naturaleza, porque ella no es una tarjeta postal para ser mirada desde afuera; pero bien sabe la naturaleza que hasta las mejores leyes humanas la tratan como objeto de propiedad, y nunca como sujeto de derecho.

Reducida a mera fuente de recursos naturales y buenos negocios, ella puede ser legalmente malherida, y hasta exterminada, sin que se escuchen sus quejas y sin que las normas jurídicas impidan la impunidad de sus criminales. A lo sumo, en el mejor de los casos, son las víctimas humanas quienes pueden exigir una indemnización más o menos simbólica, y eso siempre después de que el daño se ha hecho, pero las leyes no evitan ni detienen los atentados contra la tierra, el agua o el aire.

Suena raro, ¿no? Esto de que la naturaleza tenga derechos... Una locura. ¡Como si la naturaleza fuera persona! En cambio, suena de lo más normal que las grandes empresas de los Estados Unidos disfruten de derechos humanos. En 1886, la Suprema Corte de los Estados Unidos, modelo de la justicia universal, extendió los derechos humanos a las corporaciones privadas. La ley les reconoció los mismos derechos que a las personas, derecho a la vida, a la libre expresión, a la privacidad y a todo lo demás, como si las empresas respiraran. Más de ciento veinte años han pasado y así sigue siendo. A nadie le llama la atención.

Gritos y susurros

Nada tiene de raro, ni de anormal, el proyecto que quiere incorporar los derechos de la naturaleza a la nueva Constitución de Ecuador.

Este país ha sufrido numerosas devastaciones a lo largo de su historia. Por citar un solo ejemplo, durante más de un cuarto de siglo, hasta 1992, la empresa petrolera Texaco vomitó impunemente dieciocho mil millones de galones de veneno sobre tierras, ríos y gentes. Una vez cumplida esta obra de beneficencia en la Amazonia ecuatoriana, la empresa nacida en Texas celebró matrimonio con la Standard Oil. Para entonces, la Standard Oil de Rockefeller había pasado a llamarse Chevron y estaba dirigida por Condoleezza Rice. Después un oleoducto trasladó a Condoleezza hasta la Casa Blanca, mientras la familia Chevron-Texaco continuaba contaminando el mundo.

Pero las heridas abiertas en el cuerpo de Ecuador por la Texaco y otras empresas no son la única fuente de inspiración de esta gran novedad jurídica que se intenta llevar adelante. Además, y no es lo de menos, la reivindicación de la naturaleza forma parte de un proceso de recuperación de las más antiguas tradiciones de Ecuador y de América toda. Se propone que el Estado reconozca y garantice el derecho a mantener y regenerar los ciclos vitales naturales, y no es por casualidad que la asamblea constituyente ha empezado por identificar sus objetivos de renacimiento nacional con el ideal de vida del “sumak kausai”. Eso significa, en lengua quichua, vida armoniosa: armonía entre nosotros y armonía con la naturaleza, que nos engendra, nos alimenta y nos abriga y que tiene vida propia, y valores propios, más allá de nosotros.

Esas tradiciones siguen milagrosamente vivas, a pesar de la pesada herencia del racismo que en Ecuador, como en toda América, continúa mutilando la realidad y la memoria. Y no son sólo el patrimonio de su numerosa población indígena, que supo perpetuarlas a lo largo de cinco siglos de prohibición y desprecio. Pertenecen a todo el país, y al mundo entero, estas voces del pasado que ayudan a adivinar otro futuro posible.

Desde que la espada y la cruz desembarcaron en tierras americanas, la conquista europea castigó la adoración de la naturaleza, que era pecado de idolatría, con penas de azote, horca o fuego. La comunión entre la naturaleza y la gente, costumbre pagana, fue abolida en nombre de Dios y después en nombre de la Civilización. En toda América, y en el mundo, seguimos pagando las consecuencias de ese divorcio obligatorio.

sábado, 29 de diciembre de 2007

Levántate y anda

(por Claudio H. Sanchez) A fines del siglo XVIII el anatomista italiano Luigi Galvani experimentaba sobre un nuevo fenómeno: la “electricidad animal”. Bajo ciertas condiciones, tocando con un bisturí las patas de una rana muerta, el animal se sacudía como si estuviera vivo. En realidad, los experimentos de Galvani demostraban que el contacto de dos metales en una solución salina podía producir electricidad y condujeron más tarde a la invención de la pila eléctrica por parte de otro italiano, Alessandro Volta. Pero en un primer momento dieron lugar a la creencia de que la electricidad podía devolverles la vida a los muertos. De alguna manera, parecía que muerte + electricidad = vida.

Esta idea tuvo mucha influencia en la literatura. En 1816, el poeta inglés Percy Bysshe Shelley y su amante Mary Wollstonecraft (con quien se casó a fines de ese año) se encontraban temporalmente en Ginebra y solían pasar largas veladas discutiendo de diversos temas con su vecino Lord Byron. En una de esas ocasiones hablaron sobre las experiencias de Galvani. La idea de resucitar a los muertos con la ayuda de la electricidad era un tema interesante para una novela y los tres amigos decidieron escribir algo al respecto. O, por lo menos, intentarlo.

Podés seguir leyendo la nota completa si hacés click acá.

sábado, 24 de noviembre de 2007

El espanto de la felicidad


A 75 años de la publicación de "Un mundo feliz" de Aldous Huxley (por Federico Kukso)

Los traductores, aquellos autores invisibles la mayoría de las veces ignorados, a veces encuentran la manera de vengarse y de hacer notar su presencia. Se advierte con claridad en el rubro películas con títulos imposibles y bien distantes del original. En literatura, desde ya, pasa lo mismo y aunque el lector se atreva a esbozar una crítica, su sinsabor suele esfumarse en la oralidad. Porque si no, ¿cómo se entiende, por ejemplo, que a Terms of endearment del magnífico Larry McMurtry le hayan puesto La fuerza del cariño o que El guardián entre el centeno y El cazador oculto en realidad no sean dos sino un mismo libro, The catcher in the rye de J. D. Salinger, con traducciones –la españolísima (pasable) y la castellana (más neutra y recomendable)– dispares que determinan en sí mismas la lectura? Otros, en cambio, resignados ante este travestismo titular optan por ir más lejos y se preguntan qué hubiera ocurrido si estos cambios no se hubieran realizado.

Porque la pregunta no se esconde: ¿algo hubiera cambiado si al traductor de turno frente al título –galante– de Brave New World de Aldous Huxley se le hubiera ocurrido llamarlo de manera distinta a Un mundo feliz? Por supuesto, nadie lo sabe y la historia (del pensamiento, de la literatura, la historia a secas) no es un buen campo de experimentación. Tampoco es para echarles la culpa a los traductores: los idiomas, comarcas dinámicas de palabras, no son 100 por ciento equiparables (además está el hecho de que las palabras “Un mundo feliz” proceden a su vez de una traducción de un pasaje del Acto V de La tempestad de Shakespeare).

La nota completa: aquí.